Boro y Pepe Bonancía entran al Mercado Central y los recuerdos les vienen como si fuera una lluvia de flechas. El hermano mayor, como suele ocurrir, habla y el pequeño calla. Las insondables jerarquías familiares. Los dos no paran de levantar el brazo con el dedo índice estirado, como Cristóbal Colón, señalando esta o aquella parada. En una, recuerdan, estaba Lloris, que fue árbitro de Primera División. Al fondo del pasillo central, en el primer piso, donde ahora están las oficinas, vivieron los hermanos durante 31 años. Su padre era el jefe del mercado y por eso le correspondía una vivienda dentro del recinto. Al final de la escalera, Boro y Pepe miran a una esquina y recuerdan que allí estaba la puerta original de su casa, ahora desplazada un metro a la derecha.
Ya hace mucho de aquello. Ni el Mercado Central ni su entorno son lo mismo. Ya no está Máñez, el tripero. Ni Paquita Rocamora, una rejoneadora que vivía enfrente de su casa. Ni el bar Nebraska, hoy ocupado por una oficina del Banco de Santander. Nada es igual. A Pepe, el más joven, de 74 años, también el más reservado, le asalta la nostalgia. A él le encanta ir con frecuencia al mercado, almorzar en El Gallo de Oro y entrar a buscar lo que más le gusta de cada puesto. Boro, a punto de cumplir los 80, mucho más vehemente, mantiene el vínculo con cierta distancia.
Su abuelo, Salvador Bonancía Marzal, trabajaba en la Lonja, donde estaba el mercado antiguamente. “Allí, antes de que se levantara el edificio actual, de 1928, se instaló la primera gran fuente de València, que luego fue a parar a la Alameda” El mayor de los Bonancía se refiere a la fuente de los Cuatro Elementos, una de las muchas que llegaron a la ciudad, sobre todo procedentes de Francia, después de que se inaugurara la instalación de agua potable en la ciudad el 19 de noviembre de 1850. La primera en llegar fue la fuente del Negrito en la plaza de Calatrava, que hasta 1940 no tomó el nombre de la fuente. La segunda fue la de los Cuatro Elementos, que se ubicó en la plaza del Mercado y se inauguró el 12 de abril de 1852 en presencia de la hermana de la reina Isabel II. No empezó a funcionar hasta el 13 de junio del mismo año.

Cuando se inaugura el mercado, los Bonancía son una de las familias que reciben el privilegio de poder vivir dentro del edificio. El abuelo, que vivía en la calle Mallorquins, una perpendicular de la calle Calabazas, se mudó allí después de la guerra y estuvo hasta que murió, en 1948. La otra casa fue para don José, el administrador de los mercados de València, y la otra, en la esquina de los Santos Juanes, pusieron un economato militar.
Un vigilante les abría la puerta
El padre de Boro y Pepe, Salvador Bonancía Garrigues, heredó el puesto después de haber trabajado en un fielato, una especie de aduana que había en las cruces de entrada a València para cobrar un impuesto por todos los productos que venían de fuera, y en el matadero. Salvador se casó con Amparín, que trabajaba en una tienda de persianas de la calle Linterna, y se fueron a vivir al Mercado, donde nacieron sus dos hijos. Pepe vivió allí hasta 1979, un año antes de casarse. Boro duró hasta 1971.
Allí nacieron y allí pasaron la infancia y la adolescencia. Cuando empezaron a salir con chicas, si volvían tarde, tocaban en la reja de fuera y un vigilante que pasaba allí la noche, les abría. Pero no había forma de disimular la hora de regreso porque para llegar a su habitación, antes tenían que atravesar la de sus padres. Pepe se acuerda de que si se había hecho muy tarde, antes iba a comprar un helado de los Italianos y se lo llevaba a su madre, que le encantaban, y así evitaba la reprimenda.

Los recuerdos van viniendo caprichosamente. Y, de repente, se acuerdan de don Carmelo, un abogado que era el que llevaba los asuntos de los vendedores. Pepe explica que nació el día de Navidad y que entonces, en los años 40 y 50, el mercado abría en Nochebuena hasta las tantas y que ellos no celebraban esa festividad. La fiesta venía al día siguiente, el 25, cuando su madre, Amparín, preparaba el tradicional puchero en la cocina de carbón. Otros días subía a la terraza, como recordarán los hermanos al alcanzar la cubierta del mercado, y cocinaba allá arriba la paella en un paellero que tenían en un rincón. En ambos extremos de la terraza hay dos cúpulas y tanto a Boro como a Pepe les viene a la cabeza que los dos estudiaban dentro de una, donde había una habitación.
No han olvidado tampoco que la famosa riada del 57 llegó hasta el mercado, inundó el sótano y alcanzó las escaleras de la fachada principal. “El mercado, aunque la gente no se fije, está en pendiente. Porque por delante tiene escaleras y por detrás no”, apunta Boro. “En el sótano estaba el pescado y allí lo subastaban los mayoristas y se abría la rampa para que entraran los compradores. Esa noche estaba durmiendo y mi madre vino y me dijo que al día siguiente no iba a ir al colegio. Los camiones que habían llegado por la carretera informaban de que venía riada. Lo poco que había entrado, lo sacaron, y dejaron de admitir más pescado. Se evitó que en el sótano quedara ni un solo camión. Este era uno de los pocos sótanos que había en València”. Una alarma de los años 50 que sí llegó a tiempo.
Una ballena en la plaza
No han olvidado tampoco la distribución de su casa. Pepe lleva en la galería del teléfono móvil el plano del que fue su hogar hasta 1979. Por todo el flanco que daba al mercado, con varias ventanas que se asomaban a las paradas, había un pasillo que recorría la vivienda de punta a punta. Luego estaba la habitación de los niños, la de los padres, un comedor, un recibidor, una cocina y otra habitación. La casa entera se calentaba con una única estufa de leña que había en el comedor. “Hacía un frío terrible porque tenías que administrarte la leña todo el mes y daba para lo que daba. Y en verano hacía un calor insoportable”. Al otro lado del pasillo, la casa tenía un gran balcón, donde se hicieron muchas de las fotos que conservan, y que da a la actual plaza de Brujas y a la calle de las Calabazas. Cuando eran pequeños el entorno era muy diferente y de niños, cuando estudiaban en el colegio Escolapios de la calle Carniceros, crecieron mientras se construían algunos de los edificios que ahora rodean el mercado.

Otro día grande era el sábado de Semana Santa. Ese día volteaban las campanas de los Santos Juanes a las 10 de la mañana. Era una de las fechas señaladas en las que los vendedores vestían un delantal especial, mucho más cuidado, que el de diario. En verano, cuando llegaba agosto, la familia se iba a Macastre, donde sus padres tenían una casa alquilada.
Desde el balcón, al final de la charla, cuentan que allá abajo, un año, el Ayuntamiento trasladó una gran ballena, la acotó y cobró entrada a todos los curiosos que querían verla de cerca. Boro y Pepe, dos ingenieros técnicos eléctricos jubilados hace tiempo, podrían estar horas hablando de aquellos años en los que su casa era el Mercado Central. Los dejamos hablando entre ellos de María ‘la belleza’, una mujer a la que, por pura chanza, apodaban así porque era muy fea. Luego, de los años que jugaron al baloncesto en Benimar. No paran. Los dos hermanos se sienten como en casa.