Comer

¿Sobran las cocinas en las casas?

Santa Teresa de Jesús decía que entre pucheros andaba Dios. ¿Podrá caminar entre envases de un solo uso?

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 María Moliner, seguramente nuestra lexicógrafa más apegada a lo doméstico, de esta primera acepción de la voz «cocina» en su diccionario de uso: «habitación de las casas dispuesta con las instalaciones necesarias para guisar y realizar las operaciones complementarias para la preparación y servicio de las comidas». En segundo lugar, señala que la cocina es un «dispositivo con una superficie horizontal plana, en la cual están los fuegos, el horno etc., cuyo calor se utiliza para guisar». No es hasta el último lugar de la entrada donde Moliner habla de cocina española o el arte de cocinar. La cocina, ya sea mediterránea, asiática, colombiana o macrobiótica es el espacio y los útiles con los que se cocina. La razón de ser y estar de una paellera en València, o de una prensa para tortillas en México, es una cuestión de sociología e historia doméstica, que al fin y al cabo es historia de las naciones. 

 

Augurios
 

En marzo de este año, durante un encuentro con la prensa, Juan Roig, presidente de Mercadona, pronunció, sin que le temblara la voz, que «a mitad del siglo XXI no habrá cocinas». El vaticinio iba aparejado a la publicidad de los buenos resultados de punto de comida para llevar de la cadena de alimentación. ¿Desaparecerán de verdad las cocinas de las casas? Es innegable que desde el último intento revolucionario de la burguesía, en 1869, la cocina, corazón de la casa, ha tenido más de una arritmia. 
 

La arquitecta Anna Bofill, en el prólogo de Cuines de Barcelona, El laboratori domèstic de la ciutat moderna, escrito por Isabel Segura Soriano, hace referencia a las obras de la premio Nobel de literatura de 2015 Svetlana Alexievich. En sus textos sitúa la cocina como el centro de la vida familiar, el lugar en el que las familias discuten sobre los problemas y las ideas políticas. «Entre los segmentos de población con rentas más altas, en los que normalmente los espacios donde se cocina y donde se come se han separado, la cocina deviene un espacio independiente, como si se quisiera imitar en superficie reducida la organización de los palacios». La reflexión de Bofill nos lleva a un punto de partida sobre la cuestión: el fin de la cocina, el que otro se ocupe de tu alimentación, es un bien aspiracional que, como casi todos los anhelos que van de arriba a abajo, se impregna del quiero y no puedo ya retratado por Galdós en el XIX. «A las clases populares se les han planteado cocinas separadas del resto de vida familiar, como si se quisiera responder a un deseo de pertenecer a un sector de bienestar superior». 
 

 «Me habéis castigado a la cocina, dice, porque despreciáis a las mujeres y porque no os dais cuenta de que este es un lugar ideal para reconstruir y ampliar la ciencia sin necesidad de libros y maestros». La cita, de Sor Juana Inés de la Cruz, sintetiza buena parte del cambio en la percepción de la cocina: de rincón relegado a las mujeres al espacio doméstico estetizado, a escenario de reuniones de amigos, comedias de enredo y conversaciones familiares de calado. En la cocina, hasta que se separa del núcleo de la vivienda, se hacía la vida, pero conforme la casa moderna se ha ido empequeñeciendo, a la cocina se le han mordido metros cuadrados, sus muros se han evaporado —la cocina abierta es contraria al guiso de pescados grasos— y la longitud y profundidad de la encimera, condición esencial para cocinar con fluidez, se ha achicado. En cambio, la presencia del pequeño electrodoméstico y la exuberancia plástica e individualista de los precocinados ha aumentado. 
 


El pasado de las cocinas


No hay consenso entre los arqueólogos sobre los orígenes de la cocina. Algunos apuntan a que el fuego se empleó habitualmente para cocinar a partir del Paleolítico Superior, otros calcular que hace al menos medio millón de años los alimentos ya se pasaban por el fuego. Sí que coinciden, afirma Richard Wrangham en En llamas, que fue la cocina lo que facilitó nuestra evolución: «nuestro uso de la cocina cocinada nos habría dejado más protegidos frente a la escasez de alimentos». 

Son las últimas décadas del XIX los años de esplendor de las cocinas económicas: los estéticos mamotretos de hierro que funcionaban con la combustión de carbón, leña o turba. Estas cocinas encerraban el calor y ganaban eficiencia respecto a los fuegos abiertos. Su uso en verano quedaba descartado. En el primer tercio del siglo XX progresivamente se van sustituyendo por cocinas de gas, mucho más higiénicas. Los planteamientos higienistas difunden las ideas de la ciencia doméstica y hacia los años 30 se inicia una guerra entre el gas y la electricidad. «Confort, higiene, seguridad, economía del servicio y tiempo son los argumentos que las compañías eléctricas y los fabricantes de electrodomésticos esgrimieron para ocupar el espacio del gas en las cocinas», explica Isabel Segura Soriano. A ello coadyuvó la publicidad centrada en tres ejes: confort, seguridad e higiene. 
 


 

Electrificación de la cocina moderna
 

Días después del apagón eléctrico abrir el catálogo de la exposición Mecanització de la casa. Una història de l’ectrodomèstic comisionada por Andrés Alfaro Hofmann a mediados de los 90 tiene, cuanto menos, gracia. La exposición presentada en el Centro Cultural La Beneficiència, ahora conocido como L’ETNO, mostró parte de la industriekultur del siglo XX. Robots de cocina (la primer Thermomix es de 1971), exprimidores, neveras, licuadoras… Mabel Gracia Arnaiz en La transformación de la cultura alimentaria detalla la rapidez con la que los refrigeradores penetraron en los hogares en la década de los 60. Si en 1660 solo un 4 % disponía de refrigeradores, en 1969 la cifra subía a más de un 42 %. «De forma paralela a la introducción del frigorífico se adquieren, siguiendo un ritmo similar, otros equipamientos culinario-domésticos, tales como la cocina de gas, la olla a presión o la batidora (…). En esta nueva sociedad (sociedad de consumo de masas) aparece una función simbólica diferente asociada a los actos de compra y de consumo que, como señala Baudrillard, responde antes que a una lógica de carácter económico, a una lógica del intercambio simbólico».  

 


 

¿La pérdida de la conquista del espacio (doméstico)?
 

Entonces, ¿comeremos putxero envasado al vacío? ¿La cocina será el punto de carga del patinete eléctrico? Ponernos fatalistas y arrogar la transformación del espacio a las prácticas de consumo —habría que detallar cuántas comidas para llevar son al mediodía, entre semana, en soledad, cuando la rutina devora— implica saltarnos una cuestión mayor: el problema de la vivienda digna. Conflicto que implica, por aquello del todo por la parte, la pollypocketización de las cocinas. Como dice Daniel Torres en ese ingente y recomendadísimo cómic que es La casa. Crónica de una conquista: «Tres mil años de conquista nos han convertido en habitantes de esa idea. Que no se trata de una conquista completa es tan seguro como que sin ella no seríamos lo que somos. (…). Tanto nos hemos proyectado en nuestra casa que estamos convencidos de que ella, mejor que nosotros, muestra lo que podemos llegar a ser». ¿Qué seremos si jamás encendemos un fuego?    

 

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